/ martes 17 de septiembre de 2019

Vano intento de reescribir la historia

Con el grito de Dolores, emitido la madrugada del 16 de septiembre de 1810 por Don Miguel Hidalgo y Costilla, inició formalmente la lucha por la independencia de México, un acontecimiento que de un tiempo a la fecha intenta ser contado de una manera diferente a como lo aprendimos en nuestros años escolares.

Con el estallido del conflicto en cuestión, Miguel Hidalgo y la insurgencia tuvieron que sortear una serie de obstáculos, siendo el más grande de ellos la férrea oposición de la aristocracia a la causa independentista. Esta oposición estuvo representada por los grandes latifundistas de la época, los militares de alta jerarquía y el alto clero católico.

Las maniobras de éstos, orientadas a detener los esfuerzos que los insurgentes desplegaban en busca de la anhelada independencia de México, no pudieron extinguir los legítimos anhelos de libertad de las huestes de Hidalgo. Tampoco lograron nada en contra de los mismos los altibajos que experimentó la insurgencia en los once años de lucha emancipadora, en la que algunas ocasiones salían triunfantes los insurgentes, y en algunas otras los realistas.

Los inquisidores figuraron también entre los enemigos de quienes luchaban por hacer de México una nación libre e independiente; sin embargo, estos hombres y sus métodos tampoco pudieron detener la lucha de los insurgentes, en contra de los cuales varios jerarcas católicos decretaron pena de “excomunión mayor”.

Esta pena “se extendía también a los feligreses que les prestaran cualquier género de ayuda y tuvieran correspondencia epistolar con el padre [Hidalgo]; y a los que no denunciaran a las personas que favorecieran ‘las ideas revolucionarias’ y para los que las promovieran y propagaran ‘de cualquier modo’” (Inquisición de México, edicto del 13 de octubre de 1810, en Archivo General de la Nación, Edictos, vol. 2, f. 69).

El 24 de septiembre de 1810, el obispo de Michoacán, don Manuel Abad y Queipo, excomulgó a Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Abasolo. Hicieron lo propio los obispos de Puebla, Guadalajara y Oaxaca, así como el arzobispo de México, Francisco Javier de Lizana y Beaumont.

El historiador Juan José Flores Rangel refiere que al Padre de la Patria "se le sometió a un doble juicio, el primero de orden militar dirigido por Ángel Abella y el segundo de tipo eclesiástico que fue organizado por su eminencia Francisco Fernández Valentín, quien le despojó de su investidura como sacerdote".

Por su parte, la doctora en Historia, Cristina Gómez Álvarez, afirma que los obispos de aquellos años "emitieron varios sermones, cartas pastorales, edictos, exhortaciones y circulares. Recomendaron a los curas utilizar el púlpito, el confesionario y las conversaciones familiares para alejar a los feligreses de la influencia insurgente y convencerlos de continuar bajo la dominación española. En algunos casos ordenaron a los curas formar batallones en los pueblos para enfrentar a los rebeldes, asimismo desplegaron iniciativas para sostener y financiar la guerra contrainsurgente" (“La Iglesia católica y la Independencia mexicana”, artículo publicado el 6 de julio de 2008 en la Revista Montalbán, No. 40).

La legalidad de la excomunión original, dictada por Abad y Queipo contra los líderes insurgentes, ha sido ampliamente discutida. Los que niegan la validez de ella descalifican a gente seria y pensante, incluso a historiadores católicos, como es el caso de José Gutiérrez Casillas, quien sostiene que la excomunión de don Manuel Abad y Queipo “fue válida y legítima”.

El historiador jesuita y autor de Historia de la Iglesia en México contradice lo dicho en 2010 por quienes hoy por hoy intentan reescribir la historia. Me refiero, evidentemente, al veredicto de la comisión interdisciplinaria de expertos sobre los curas Hidalgo y Morelos, la cual admite que el padre de la Patria fue excomulgado, pero niega que haya dejado de existir en tal condición.

Tras el fusilamiento de Hidalgo, José María Morelos y Pavón lideró el movimiento insurgente, convirtiéndose en símbolo de una lucha cuyo principal propósito era expulsar del poder político al dominio español y promover las transformaciones que México necesitaba. El Siervo de la Nación y los que simpatizaban con sus ideas y causas fueron excomulgados por la Iglesia católica.

Pese al vano intento de reescribir la historia, lo cierto es que estos dos líderes insurgentes fueron declarados herejes, excomulgados y degradados para poder ser ejecutados.

Lo anterior es evidencia histórica, lo que nos lleva a preguntarnos: ¿por qué la oposición de la jerarquía católica se opuso a la independencia de México? La respuesta es simple: se opuso por defender su privilegiada posición y sus cuantiosas propiedades, no por evitar un baño de sangre, como han afirmado algunos apologistas católicos.

Si a la jerarquía católica la hubieran movido intereses pacifistas, jamás habría permitido que decenas de clérigos se hubieran enrolado en las filas del ejército realista. El dato anterior nos lo proporciona el historiador José Bravo Ugarte, quien identifica con nombre y apellido a 91 de estos miembros del clero romano.

Con el grito de Dolores, emitido la madrugada del 16 de septiembre de 1810 por Don Miguel Hidalgo y Costilla, inició formalmente la lucha por la independencia de México, un acontecimiento que de un tiempo a la fecha intenta ser contado de una manera diferente a como lo aprendimos en nuestros años escolares.

Con el estallido del conflicto en cuestión, Miguel Hidalgo y la insurgencia tuvieron que sortear una serie de obstáculos, siendo el más grande de ellos la férrea oposición de la aristocracia a la causa independentista. Esta oposición estuvo representada por los grandes latifundistas de la época, los militares de alta jerarquía y el alto clero católico.

Las maniobras de éstos, orientadas a detener los esfuerzos que los insurgentes desplegaban en busca de la anhelada independencia de México, no pudieron extinguir los legítimos anhelos de libertad de las huestes de Hidalgo. Tampoco lograron nada en contra de los mismos los altibajos que experimentó la insurgencia en los once años de lucha emancipadora, en la que algunas ocasiones salían triunfantes los insurgentes, y en algunas otras los realistas.

Los inquisidores figuraron también entre los enemigos de quienes luchaban por hacer de México una nación libre e independiente; sin embargo, estos hombres y sus métodos tampoco pudieron detener la lucha de los insurgentes, en contra de los cuales varios jerarcas católicos decretaron pena de “excomunión mayor”.

Esta pena “se extendía también a los feligreses que les prestaran cualquier género de ayuda y tuvieran correspondencia epistolar con el padre [Hidalgo]; y a los que no denunciaran a las personas que favorecieran ‘las ideas revolucionarias’ y para los que las promovieran y propagaran ‘de cualquier modo’” (Inquisición de México, edicto del 13 de octubre de 1810, en Archivo General de la Nación, Edictos, vol. 2, f. 69).

El 24 de septiembre de 1810, el obispo de Michoacán, don Manuel Abad y Queipo, excomulgó a Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Abasolo. Hicieron lo propio los obispos de Puebla, Guadalajara y Oaxaca, así como el arzobispo de México, Francisco Javier de Lizana y Beaumont.

El historiador Juan José Flores Rangel refiere que al Padre de la Patria "se le sometió a un doble juicio, el primero de orden militar dirigido por Ángel Abella y el segundo de tipo eclesiástico que fue organizado por su eminencia Francisco Fernández Valentín, quien le despojó de su investidura como sacerdote".

Por su parte, la doctora en Historia, Cristina Gómez Álvarez, afirma que los obispos de aquellos años "emitieron varios sermones, cartas pastorales, edictos, exhortaciones y circulares. Recomendaron a los curas utilizar el púlpito, el confesionario y las conversaciones familiares para alejar a los feligreses de la influencia insurgente y convencerlos de continuar bajo la dominación española. En algunos casos ordenaron a los curas formar batallones en los pueblos para enfrentar a los rebeldes, asimismo desplegaron iniciativas para sostener y financiar la guerra contrainsurgente" (“La Iglesia católica y la Independencia mexicana”, artículo publicado el 6 de julio de 2008 en la Revista Montalbán, No. 40).

La legalidad de la excomunión original, dictada por Abad y Queipo contra los líderes insurgentes, ha sido ampliamente discutida. Los que niegan la validez de ella descalifican a gente seria y pensante, incluso a historiadores católicos, como es el caso de José Gutiérrez Casillas, quien sostiene que la excomunión de don Manuel Abad y Queipo “fue válida y legítima”.

El historiador jesuita y autor de Historia de la Iglesia en México contradice lo dicho en 2010 por quienes hoy por hoy intentan reescribir la historia. Me refiero, evidentemente, al veredicto de la comisión interdisciplinaria de expertos sobre los curas Hidalgo y Morelos, la cual admite que el padre de la Patria fue excomulgado, pero niega que haya dejado de existir en tal condición.

Tras el fusilamiento de Hidalgo, José María Morelos y Pavón lideró el movimiento insurgente, convirtiéndose en símbolo de una lucha cuyo principal propósito era expulsar del poder político al dominio español y promover las transformaciones que México necesitaba. El Siervo de la Nación y los que simpatizaban con sus ideas y causas fueron excomulgados por la Iglesia católica.

Pese al vano intento de reescribir la historia, lo cierto es que estos dos líderes insurgentes fueron declarados herejes, excomulgados y degradados para poder ser ejecutados.

Lo anterior es evidencia histórica, lo que nos lleva a preguntarnos: ¿por qué la oposición de la jerarquía católica se opuso a la independencia de México? La respuesta es simple: se opuso por defender su privilegiada posición y sus cuantiosas propiedades, no por evitar un baño de sangre, como han afirmado algunos apologistas católicos.

Si a la jerarquía católica la hubieran movido intereses pacifistas, jamás habría permitido que decenas de clérigos se hubieran enrolado en las filas del ejército realista. El dato anterior nos lo proporciona el historiador José Bravo Ugarte, quien identifica con nombre y apellido a 91 de estos miembros del clero romano.