/ viernes 27 de marzo de 2020

Pandemia y globalización

Se nos dijo y se nos sigue diciendo que la globalización de la economía mundial es la solución a los problemas más agudos que enfrenta la humanidad, particularmente la que vive en los países menos desarrollados y que producen menos riqueza per cápita. La supresión virtual de las fronteras nacionales y de las políticas que obstaculizan el libre flujo de capitales y mercancías, como los aranceles y las legislaciones restrictivas, se traducirán poco a poco en una distribución homogénea de las industrias, el capital financiero y la tecnología de punta por todo el planeta, lo que provocará la elevación de la producción y la productividad de las naciones rezagadas.

La consecuencia natural de este cambio será el reparto equitativo de la prosperidad mundial, la elevación sustancial de los niveles de vida de toda la población, la desaparición de flagelos ancestrales como el hambre, las enfermedades, la carencia de viviendas adecuadas y de los servicios correspondientes, la falta de educación, de empleos estables con un salario remunerador, la ausencia de seguridad social universal. La gente podrá disfrutar, incluso, de vacaciones pagadas, de cultura y deporte y de un medio ambiente saludable. En resumen, que la globalización acabará con la desigualdad y la pobreza y creará un mundo sin guerras y con todas las condiciones necesarias para una vida creativa, productiva y satisfactoria para todos.

Pero han pasado cerca de 50 años de globalización y ya es hora de comenzar a hablar de resultados, de frutos tangibles, contantes y sonantes, y no de las bellas promesas con que nos vendieron y nos siguen vendiendo la panacea de la globalización. Es evidente, en primer lugar, que prácticamente ningún país de los que vivían en pobreza antes de la globalización ha logrado salir de esa situación, de su rezago de siglos gracias a ella. Sigue predominando en ellos el hambre, la pobreza, la ignorancia, las enfermedades curables, la falta de empleo y de buenos salarios, de una vivienda digna con todos los servicios, por mencionar solo los aspectos más visibles. Tampoco podemos encontrar ejemplos de países, antaño rezagados en materia de producción y de productividad, que hayan logrado modernizar a nivel competitivo su aparato productivo gracias a las inyecciones de capital extranjero y a la trasferencia de tecnología de última generación acarreados por la globalización.

Sí observamos grandes inversiones, es decir, la creación de grandes y modernas empresas en esos países, pero todas ubicadas en las ramas y actividades económicas cuya producción es una necesidad evidente para el país de origen de los capitales, y además, la inmensa mayoría de ellas son propiedad de compañías o de inversionistas privados también originarios de allí. Esas empresas y negocios sí que utilizan tecnología de punta, pero la manejan como un secreto estricto, sin jamás compartirla con el resto del aparato productivo del país huésped. Aún más: la producción de las industrias extranjeras que operan en países del tercer mundo se basa, casi al 100%, en la importación de los elementos constitutivos del producto final, mismos que se fabrican por empresas instaladas en el país de origen, o por empresas “off shore” de esa misma nacionalidad repartidas por todo el mundo. Las fábricas dedicadas a la producción de los elementos antedichos y las que fabrican por excepción mercancías completas, consumen agua, energías contaminantes, recursos naturales no renovables y mano de obra barata de los países receptores. Con ello agotan sus recursos naturales, contaminan el medio ambiente y los cuerpos de agua con los desechos que arrojan, y debilitan a sus clases trabajadoras con un trabajo intensivo y con salarios que no alcanzan a cubrir la atención médica que requieren. Cero transferencia de tecnología útil.

La globalización, además, acarrea otro riesgo: la llegada del capital especulativo en grandes cantidades, los llamados “capitales golondrinos”, que andan a la caza de las mejores tasas de interés para su dinero. Estos capitales no se involucran directamente en la producción de bienes y servicios, es decir, no producen nada directamente. No se arriesgan a enfrentarse a los vaivenes del mercado ni a lidiar con las demandas de sus trabajadores. Su negocio es prestar dinero y recibir a cambio ese mismo dinero pero incrementado con las tasas de interés que cobran a los prestatarios. Permanecen en un país mientras les satisfagan las tasas de interés que allí reciben; si de pronto surge algún lugar del mundo que pague mejor, o perciben algún riesgo en el país de residencia, huyen en cuestión de horas provocando una severa crisis en el tipo de cambio y en la actividad económica del país que abandonan, sin contraer por ello ninguna responsabilidad y sin que haya manera de impedir su fuga intempestiva y descontrolada.

Es un hecho probado que esta globalización produce inmensas riquezas, sí, pero no para los países pobres y rezagados que los acogen en su seno, sino para los grandes capitales productivos y financieros que se asientan en ellos por así convenir a sus ambiciones, legítimas e ilegítimas. El resultado final de tal globalización, hoy lo podemos ver con toda claridad, no es el homogéneo reparto de la riqueza, el bienestar y el progreso por toda la superficie de la tierra, sino una acelerada y cada vez más irracional concentración de la riqueza mundial en unas cuantas manos, que habitan en unos cuantos países ricos, mientras condena a la pobreza, al abandono y a la desesperanza a la gran mayoría de la humanidad.

Estos hechos dicen que tienen razón quienes aseguran que la globalización no es otra cosa, en esencia, que la versión moderna, “civilizada”, de la fase imperialista del capitalismo, que hizo su aparición en los primeros años del siglo pasado. Esto quiere decir que lo que antes se lograba por el empleo abierto de la fuerza, en sus diversas formas y manifestaciones, de los países fuertes y ricos sobre los pobres y débiles, recurso que se ha hecho inviable por motivos que no cabe aquí detallar, ahora se logra mediante pactos y acuerdos comerciales “voluntarios” entre países y bloque de países bajo el manto de la teoría “científica” de la globalización. También implica que la concentración absurda de la riqueza no es consecuencia de la globalización sino del imperialismo; la globalización solo ha acentuado y acelerado el fenómeno.

Hoy hay quienes pretenden culpar a la globalización, es decir, a la dispersión de inversiones productivas y de empresas por todo el mundo en busca de abaratar costos y elevar las tasas de ganancia, así como a la forma de comercio mundial que esto ha generado, por la rápida e incontenible propagación del coronavirus. No estoy de acuerdo. La interdependencia total de naciones y de los seres humanos obedece a causas y necesidades más permanentes y profundas…

Se nos dijo y se nos sigue diciendo que la globalización de la economía mundial es la solución a los problemas más agudos que enfrenta la humanidad, particularmente la que vive en los países menos desarrollados y que producen menos riqueza per cápita. La supresión virtual de las fronteras nacionales y de las políticas que obstaculizan el libre flujo de capitales y mercancías, como los aranceles y las legislaciones restrictivas, se traducirán poco a poco en una distribución homogénea de las industrias, el capital financiero y la tecnología de punta por todo el planeta, lo que provocará la elevación de la producción y la productividad de las naciones rezagadas.

La consecuencia natural de este cambio será el reparto equitativo de la prosperidad mundial, la elevación sustancial de los niveles de vida de toda la población, la desaparición de flagelos ancestrales como el hambre, las enfermedades, la carencia de viviendas adecuadas y de los servicios correspondientes, la falta de educación, de empleos estables con un salario remunerador, la ausencia de seguridad social universal. La gente podrá disfrutar, incluso, de vacaciones pagadas, de cultura y deporte y de un medio ambiente saludable. En resumen, que la globalización acabará con la desigualdad y la pobreza y creará un mundo sin guerras y con todas las condiciones necesarias para una vida creativa, productiva y satisfactoria para todos.

Pero han pasado cerca de 50 años de globalización y ya es hora de comenzar a hablar de resultados, de frutos tangibles, contantes y sonantes, y no de las bellas promesas con que nos vendieron y nos siguen vendiendo la panacea de la globalización. Es evidente, en primer lugar, que prácticamente ningún país de los que vivían en pobreza antes de la globalización ha logrado salir de esa situación, de su rezago de siglos gracias a ella. Sigue predominando en ellos el hambre, la pobreza, la ignorancia, las enfermedades curables, la falta de empleo y de buenos salarios, de una vivienda digna con todos los servicios, por mencionar solo los aspectos más visibles. Tampoco podemos encontrar ejemplos de países, antaño rezagados en materia de producción y de productividad, que hayan logrado modernizar a nivel competitivo su aparato productivo gracias a las inyecciones de capital extranjero y a la trasferencia de tecnología de última generación acarreados por la globalización.

Sí observamos grandes inversiones, es decir, la creación de grandes y modernas empresas en esos países, pero todas ubicadas en las ramas y actividades económicas cuya producción es una necesidad evidente para el país de origen de los capitales, y además, la inmensa mayoría de ellas son propiedad de compañías o de inversionistas privados también originarios de allí. Esas empresas y negocios sí que utilizan tecnología de punta, pero la manejan como un secreto estricto, sin jamás compartirla con el resto del aparato productivo del país huésped. Aún más: la producción de las industrias extranjeras que operan en países del tercer mundo se basa, casi al 100%, en la importación de los elementos constitutivos del producto final, mismos que se fabrican por empresas instaladas en el país de origen, o por empresas “off shore” de esa misma nacionalidad repartidas por todo el mundo. Las fábricas dedicadas a la producción de los elementos antedichos y las que fabrican por excepción mercancías completas, consumen agua, energías contaminantes, recursos naturales no renovables y mano de obra barata de los países receptores. Con ello agotan sus recursos naturales, contaminan el medio ambiente y los cuerpos de agua con los desechos que arrojan, y debilitan a sus clases trabajadoras con un trabajo intensivo y con salarios que no alcanzan a cubrir la atención médica que requieren. Cero transferencia de tecnología útil.

La globalización, además, acarrea otro riesgo: la llegada del capital especulativo en grandes cantidades, los llamados “capitales golondrinos”, que andan a la caza de las mejores tasas de interés para su dinero. Estos capitales no se involucran directamente en la producción de bienes y servicios, es decir, no producen nada directamente. No se arriesgan a enfrentarse a los vaivenes del mercado ni a lidiar con las demandas de sus trabajadores. Su negocio es prestar dinero y recibir a cambio ese mismo dinero pero incrementado con las tasas de interés que cobran a los prestatarios. Permanecen en un país mientras les satisfagan las tasas de interés que allí reciben; si de pronto surge algún lugar del mundo que pague mejor, o perciben algún riesgo en el país de residencia, huyen en cuestión de horas provocando una severa crisis en el tipo de cambio y en la actividad económica del país que abandonan, sin contraer por ello ninguna responsabilidad y sin que haya manera de impedir su fuga intempestiva y descontrolada.

Es un hecho probado que esta globalización produce inmensas riquezas, sí, pero no para los países pobres y rezagados que los acogen en su seno, sino para los grandes capitales productivos y financieros que se asientan en ellos por así convenir a sus ambiciones, legítimas e ilegítimas. El resultado final de tal globalización, hoy lo podemos ver con toda claridad, no es el homogéneo reparto de la riqueza, el bienestar y el progreso por toda la superficie de la tierra, sino una acelerada y cada vez más irracional concentración de la riqueza mundial en unas cuantas manos, que habitan en unos cuantos países ricos, mientras condena a la pobreza, al abandono y a la desesperanza a la gran mayoría de la humanidad.

Estos hechos dicen que tienen razón quienes aseguran que la globalización no es otra cosa, en esencia, que la versión moderna, “civilizada”, de la fase imperialista del capitalismo, que hizo su aparición en los primeros años del siglo pasado. Esto quiere decir que lo que antes se lograba por el empleo abierto de la fuerza, en sus diversas formas y manifestaciones, de los países fuertes y ricos sobre los pobres y débiles, recurso que se ha hecho inviable por motivos que no cabe aquí detallar, ahora se logra mediante pactos y acuerdos comerciales “voluntarios” entre países y bloque de países bajo el manto de la teoría “científica” de la globalización. También implica que la concentración absurda de la riqueza no es consecuencia de la globalización sino del imperialismo; la globalización solo ha acentuado y acelerado el fenómeno.

Hoy hay quienes pretenden culpar a la globalización, es decir, a la dispersión de inversiones productivas y de empresas por todo el mundo en busca de abaratar costos y elevar las tasas de ganancia, así como a la forma de comercio mundial que esto ha generado, por la rápida e incontenible propagación del coronavirus. No estoy de acuerdo. La interdependencia total de naciones y de los seres humanos obedece a causas y necesidades más permanentes y profundas…