/ miércoles 23 de febrero de 2022

¿Nada aprendimos de dos guerras mundiales?

No acabamos de convencernos, a pesar de tan terribles lecciones, de que la razón humana por sí sola no basta para imponerse sobre los intereses materiales, económicos, de los distintos grupos sociales. Tampoco hemos aprendido que es imposible conocer exacta y completamente un fenómeno si no lo estudiamos desde su origen. Para muchos, la historia sigue siendo simplemente un engorro inútil. Solo cambiamos de opinión (a veces) ante las razones del amigo o correligionario, pero rechazamos airadamente las de los “enemigos”. “El ser social determina la conciencia social” (Marx).

Esto viene a cuento porque creo que la situación actual se parece cada día más a la que antecedió a la Segunda Guerra Mundial: todo mundo se da cuenta de que nos precipitamos hacia una guerra apocalíptica, en particular los líderes mundiales de las grandes potencias, pero todos callan o dan explicaciones falsas con tal de echar culpas propias sobre espaldas ajenas. Particularmente nocivo es el papel de los medios que repiten, sin descanso y sin pudor, la mentira de que la amenaza radica en la intención rusa de invadir a Ucrania quién sabe con qué aviesos propósitos. Se han aventurado a dar tres fechas distintas y sucesivas (16 de febrero, 18 de febrero y 20 de febrero), y las tres veces los hechos los han dejado en ridículo. Pero ellos ni se inmutan.

Como dice la vocera de la Cancillería rusa, María Zajárova, ni una sola publicación de los medios occidentales se emite sin pasar previamente por múltiples filtros, de donde se deduce que en ellos nada se publica por error. “Esta histeria (la de la supuesta invasión a Ucrania) ya dura dos meses. Quiero decir más: claramente hay planes y preparativos de cómo este escenario, tal como lo entendemos, ya está escrito” (Cubasi.cu, 14 de febrero). Es decir, que la agresión a Rusia pretextando la defensa de Ucrania ya está decidida y puesta por escrito, y el discurso mediático dando fecha y hora de la invasión es una prueba segura de eso.

Algo semejante, repito, pasó en vísperas de la Segunda Guerra Mundial: todos la veían venir y nadie hizo nada para detenerla. Los líderes de Occidente no solo dejaron a Hitler hacer y deshacer a sus anchas porque lo consideraban un instrumento útil para destruir a la URSS, el odiado enemigo común de todos ellos; Francia y Gran Bretaña, además, le aplicaron la llamada “política de apaciguamiento” que, en esencia, era ayudarlo a armarse mejor. Al final, todos acabaron librando la guerra que no querían. El resultado no pudo ser más desastroso: toda Europa y gran parte de Rusia destruidas; 60 millones de muertos (en la guerra o víctimas del hambre y del exceso de trabajo), sin contar los hornos crematorios y el holocausto judío.

Hoy, todo el mundo le hace al tonto repitiendo la versión para niños de que todo se debe a las casi 200 mil tropas (según Washington y su batería mediática) que Rusia tiene acantonadas en el sur para amenazar a Ucrania, aunque nadie aclara por qué o para qué. Quienes repiten esa patraña, parecen ignorar los más elementales hechos históricos relacionados con este conflicto. Ucrania formó parte del imperio de los zares casi desde sus inicios, allá por el siglo IX de n. e. Fue siempre una nación, con su cultura, su lengua y sus tradiciones comunes, pero no una república con territorio definido, un Estado, un gobierno y un ejército propios. Todo eso se lo debe a Lenin y la revolución bolchevique de 1917. Crimea, por cierto, de cuya “anexión” acusan al gobierno ruso actual, no formó parte del territorio de la república ucraniana sino hasta la época de Nikita Jruschov, un ucraniano que sucedió a Stalin en 1953, quien la donó graciosamente a los “camaradas” ucranianos sin pensar en las consecuencias futuras. La nación ucraniana siempre se distinguió por un nacionalismo mechado de chovinismo y xenofobia, sobre todo en sus clases altas, que el socialismo no tuvo tiempo de erradicar y que se puso de manifiesto durante la invasión nazi a su territorio, cuando cerca de 270, 000 nacional-chovinistas se alistaron en el ejército nazi y pelearon contra el Ejército Rojo (ver Antony Beevor, “Stalingrado”). Muchos de los ultranacionalistas y fascistas que hoy gobiernan en Ucrania son descendientes (consanguíneos o ideológicos) de aquellos soldados de Hitler.

La república ucraniana nació, por eso, escindida. Los norteamericanos y la OTAN, que desde el ascenso de Putin al poder comenzaron a mirar con desconfianza el renacer ruso, aprovecharon la fisura para colarse en la política del país y atizar desde dentro el odio antirruso de la ultraderecha para enfrentar a Rusia. De inmediato comenzaron el discreto rearme de Ucrania. El proceso en su conjunto, iniciado en 1991, explotó en 2014 con el golpe de Estado contra el presidente Víctor Yanukovich, al que la ultraderecha acusaba de “títere de Moscú”. Todos supimos de la “revolución de colores” de la plaza Maidán, pero pocos se enteraron de que fue organizada y financiada por la inteligencia norteamericana (la actual subsecretaria Victoria Nuland repartía personalmente sandwiches y refrescos a los manifestantes en Maidán). El triunfo del neofascismo alertó a la población de origen y lengua rusos, agrupada territorialmente en Crimea y en el Donbass, de que la marginación y la discriminación para ellos se haría más grave aún. Esa fue la razón de que se pronunciaran de inmediato por retornar al seno de Rusia, su patria originaria. Crimea lo logró mediante un plebiscito que obtuvo el 95% de respaldo; Donetsk y Lugansk (el Donbass) solo alcanzaron a declararse repúblicas independientes. Nada tuvo que ver Rusia en todo esto.

El golpe de Estado fue un éxito para los intervencionistas de EE. UU. y la OTAN, que vieron una oportunidad inmejorable para continuar su asedio a Rusia; pero para Ucrania fue un desastre nacional: el país se fragmentó, se desintegró y perdió Crimea, lo que llevó al paroxismo el odio antirruso de la ultraderecha en el poder. El bloque occidental aprovechó esto para acelerar la entrega de armas a Ucrania, destacadamente en los últimos meses. Los fascistas ucranianos se creen el cuento de que todo es un gesto desinteresado de las “democracias occidentales” por defender y recuperar su integridad y soberanía nacionales. Rusia y sus aliados, en cambio, saben bien que el objetivo es lanzar a Ucrania en contra de las repúblicas independientes del Donbass (y posiblemente a Crimea) para obligarla a intervenir en defensa de sus ciudadanos y, con ese pretexto, dictar contra ella un duro “castigo” para frenar su avance.

Aquí se antoja preguntar: ¿Por qué ahora? ¿Qué es lo que está catalizando el conflicto ucraniano? Aunque hay diversas hipótesis, la mayoría de los conocedores del tema coinciden en que EE. UU. y la OTAN quieren abortar el proyecto conocido como Nord Stream 2, un gasoducto que va por el fondo del mar Báltico para abastecer a Alemania de gas seguro y barato. El analista Mike Whitney explica así la cuestión: “No quieren que Alemania dependa más del gas ruso porque el comercio genera confianza y la confianza lleva a expandir el comercio. A medida que las relaciones se vuelven más cálidas, se levantan más barreras aduaneras, se flexibilizan las regulaciones, aumentan los viajes y el turismo y se crea una nueva estructura de seguridad. En un mundo en el que Alemania y Rusia son amigos y socios comerciales no hay necesidad de bases militares estadounidenses, no se necesitan caros armamentos y sistemas de misiles fabricados en Estados Unidos ni tampoco se necesita la OTAN” (rebelion.org, 16 de febrero).

Concluye Whitney: “Nord Stream 2 no es, pues, un simple gasoducto, es una ventana hacia el futuro, un futuro en el que Europa y Asia se acercan en una inmensa zona de libre comercio que aumenta su poder y prosperidad mutuos al tiempo que deja fuera a Estados Unidos”. En otras palabras, se cavaría la tumba de la política sintetizada en la famosa frase del Lord Hastings, primer Secretario General de la OTAN: la alianza se creó para “mantener a la Unión Soviética fuera, a los americanos dentro y a los alemanes abajo”. Los halcones de Occidente no están dispuestos a permitirlo. Para apuntalar su opinión, Whitney cita un artículo de Michael Hudson publicado en The Unz Review: “La única manera que les queda a los diplomáticos estadounidenses de bloquear las compras europeas es incitar a Rusia a una respuesta militar y afirmar después que vengar esa respuesta es mucho más importante que cualquier interés económico puramente nacional” (esto iría dirigido a Alemania). Como explicó la perteneciente a la línea dura subsecretaria de Estado para asuntos políticos, Victoria Nuland (…) el 27 de enero: «Si de una manera u otra Rusia invade Ucrania, Nord Stream no avanzará» (The Unz Review)”.

No se trata, pues, de una guerra frontal con Rusia, sino de empujar a Ucrania a atacar a los ciudadanos rusos que viven en su territorio so pretexto de la soberanía nacional y obligar a Rusia a defenderlos, mientras Estados Unidos y la OTAN explotan el conflicto en favor de sus intereses. Así se explica el rechazo arrogante y agresivo a la iniciativa rusa de un tratado de seguridad europea propuesto a EE. UU., que debería contener tres condiciones vitales para Moscú: 1) el compromiso de no incorporar a Ucrania y Georgia en la OTAN; 2) el retiro de las bases militares, misiles y bombas nucleares de Europa hacia el territorio norteamericano; 3) que la OTAN regrese a sus fronteras anteriores a 1997. La respuesta de Washington fue que no está dispuesto a renunciar a principios como su política de “puertas abiertas” y el derecho de cada país a decidir con quién se alía para garantizar su seguridad. En pocas palabras, la respuesta es NO a la iniciativa rusa.

El Presidente Biden dirigió en seguida un mensaje televisado al pueblo norteamericano en el cual, tras asegurar que hace todo para resolver la crisis por la vía diplomática (lo que es falso, como acabamos de ver), amenazó a Rusia con echarle encima la opinión mundial y aplicarle sanciones que harán polvo su perspectiva de futuro. El tono del discurso fue tal, que alguna prensa lo calificó de “verdadera declaración de guerra”. A continuación, convocó por videoconferencia al consejo de guerra (de facto) de la OTAN, el cual declaró que “«Si Rusia efectúa una invasión ulterior contra Ucrania, Estados Unidos, con sus aliados y socios, responderá de una manera decisiva e impondrá un costo inmediato y pesado» (Manlio Dinucci, voltairenet.org, 17 de febrero). Por último, convocó a la Conferencia de Seguridad en Munich, Alemania, en la cual el Secretario General de la OTAN, Jens Stoltenberg, la vicepresidenta Kamala Harris y el presidente de Ucrania formaron un coro a tres voces para acusar a Rusia y amenazarla con medidas fulminantes si se atreve a tocar un pelo a Ucrania. Conclusión: haga lo que haga Rusia, el bloque occidental la acusará, la responsabilizara de todo y le impondrá sanciones “pesadas”, aplastantes. Solo le deja una salida: la rendición incondicional.

Pero el objetivo final, insisto, es someter a Rusia por las buenas o por las armas. ¿Para qué? El análisis ya citado de Whitney dice a este respecto: “Washington necesita crear la sensación de que Rusia supone una amenaza para la seguridad de Europa (…). Para lograrlo se ha encargado a los medios de comunicación la misión de repetir una y otra vez «Rusia planea invadir Ucrania» (…) Toda la histérica propaganda de guerra se crea con la intención de fabricar una crisis que se puede utilizar para aislar, criminalizar y, en última instancia, dividir a Rusia en entidades más pequeñas”. El portal SWSW del 18 de febrero dice: “Explicando lo que sin duda se está discutiendo a puerta cerrada, Oleg Tyahnybok, miembro del parlamento ucraniano y jefe del partido neonazi Svoboda, declaró a principios de este mes que Rusia tenía que ser desmembrada y dividida en 20 estados nacionales para que Crimea fuera devuelta a Ucrania”. He aquí la madre del cordero. Desmembrada Rusia y reducida a la impotencia, el siguiente paso es destruir a China, con lo cual Estados Unidos, finalmente, se afirmaría como amo y señor de los destinos de la humanidad.

En esta política de terrorismo imperialista hay un claro mensaje para los pueblos del mundo: si caen Rusia y China, todos los demás países de la tierra debemos olvidarnos de autonomía, libertad y desarrollo económico para sacar del hambre y la miseria a nuestros pueblos. Deberemos resignarnos a ser, para toda la eternidad, los esclavos y servidores sumisos del imperialismo yanqui, el verdadero y fiel heredero de la ideología racista y supremacista de Hitler. Esta es la dura realidad. Ni yo me propongo defender a Rusia ni Rusia necesita de una defensa tan insignificante como la mía; pero dan grima nuestros politólogos locales hablando de la inminente invasión a Ucrania y del posible retraso de nuestro crecimiento económico por culpa de Rusia. Parece que se les descompuso la brújula o se les atrasó el reloj.

Comienza a levantarse en el mundo un movimiento pro paz y creo que todos deberíamos sumarnos a él. Es la única manera en que podemos contribuir a detener la maquinaria de guerra que amenaza con aplastarnos. Ahora mismo. Mañana será tarde.

No acabamos de convencernos, a pesar de tan terribles lecciones, de que la razón humana por sí sola no basta para imponerse sobre los intereses materiales, económicos, de los distintos grupos sociales. Tampoco hemos aprendido que es imposible conocer exacta y completamente un fenómeno si no lo estudiamos desde su origen. Para muchos, la historia sigue siendo simplemente un engorro inútil. Solo cambiamos de opinión (a veces) ante las razones del amigo o correligionario, pero rechazamos airadamente las de los “enemigos”. “El ser social determina la conciencia social” (Marx).

Esto viene a cuento porque creo que la situación actual se parece cada día más a la que antecedió a la Segunda Guerra Mundial: todo mundo se da cuenta de que nos precipitamos hacia una guerra apocalíptica, en particular los líderes mundiales de las grandes potencias, pero todos callan o dan explicaciones falsas con tal de echar culpas propias sobre espaldas ajenas. Particularmente nocivo es el papel de los medios que repiten, sin descanso y sin pudor, la mentira de que la amenaza radica en la intención rusa de invadir a Ucrania quién sabe con qué aviesos propósitos. Se han aventurado a dar tres fechas distintas y sucesivas (16 de febrero, 18 de febrero y 20 de febrero), y las tres veces los hechos los han dejado en ridículo. Pero ellos ni se inmutan.

Como dice la vocera de la Cancillería rusa, María Zajárova, ni una sola publicación de los medios occidentales se emite sin pasar previamente por múltiples filtros, de donde se deduce que en ellos nada se publica por error. “Esta histeria (la de la supuesta invasión a Ucrania) ya dura dos meses. Quiero decir más: claramente hay planes y preparativos de cómo este escenario, tal como lo entendemos, ya está escrito” (Cubasi.cu, 14 de febrero). Es decir, que la agresión a Rusia pretextando la defensa de Ucrania ya está decidida y puesta por escrito, y el discurso mediático dando fecha y hora de la invasión es una prueba segura de eso.

Algo semejante, repito, pasó en vísperas de la Segunda Guerra Mundial: todos la veían venir y nadie hizo nada para detenerla. Los líderes de Occidente no solo dejaron a Hitler hacer y deshacer a sus anchas porque lo consideraban un instrumento útil para destruir a la URSS, el odiado enemigo común de todos ellos; Francia y Gran Bretaña, además, le aplicaron la llamada “política de apaciguamiento” que, en esencia, era ayudarlo a armarse mejor. Al final, todos acabaron librando la guerra que no querían. El resultado no pudo ser más desastroso: toda Europa y gran parte de Rusia destruidas; 60 millones de muertos (en la guerra o víctimas del hambre y del exceso de trabajo), sin contar los hornos crematorios y el holocausto judío.

Hoy, todo el mundo le hace al tonto repitiendo la versión para niños de que todo se debe a las casi 200 mil tropas (según Washington y su batería mediática) que Rusia tiene acantonadas en el sur para amenazar a Ucrania, aunque nadie aclara por qué o para qué. Quienes repiten esa patraña, parecen ignorar los más elementales hechos históricos relacionados con este conflicto. Ucrania formó parte del imperio de los zares casi desde sus inicios, allá por el siglo IX de n. e. Fue siempre una nación, con su cultura, su lengua y sus tradiciones comunes, pero no una república con territorio definido, un Estado, un gobierno y un ejército propios. Todo eso se lo debe a Lenin y la revolución bolchevique de 1917. Crimea, por cierto, de cuya “anexión” acusan al gobierno ruso actual, no formó parte del territorio de la república ucraniana sino hasta la época de Nikita Jruschov, un ucraniano que sucedió a Stalin en 1953, quien la donó graciosamente a los “camaradas” ucranianos sin pensar en las consecuencias futuras. La nación ucraniana siempre se distinguió por un nacionalismo mechado de chovinismo y xenofobia, sobre todo en sus clases altas, que el socialismo no tuvo tiempo de erradicar y que se puso de manifiesto durante la invasión nazi a su territorio, cuando cerca de 270, 000 nacional-chovinistas se alistaron en el ejército nazi y pelearon contra el Ejército Rojo (ver Antony Beevor, “Stalingrado”). Muchos de los ultranacionalistas y fascistas que hoy gobiernan en Ucrania son descendientes (consanguíneos o ideológicos) de aquellos soldados de Hitler.

La república ucraniana nació, por eso, escindida. Los norteamericanos y la OTAN, que desde el ascenso de Putin al poder comenzaron a mirar con desconfianza el renacer ruso, aprovecharon la fisura para colarse en la política del país y atizar desde dentro el odio antirruso de la ultraderecha para enfrentar a Rusia. De inmediato comenzaron el discreto rearme de Ucrania. El proceso en su conjunto, iniciado en 1991, explotó en 2014 con el golpe de Estado contra el presidente Víctor Yanukovich, al que la ultraderecha acusaba de “títere de Moscú”. Todos supimos de la “revolución de colores” de la plaza Maidán, pero pocos se enteraron de que fue organizada y financiada por la inteligencia norteamericana (la actual subsecretaria Victoria Nuland repartía personalmente sandwiches y refrescos a los manifestantes en Maidán). El triunfo del neofascismo alertó a la población de origen y lengua rusos, agrupada territorialmente en Crimea y en el Donbass, de que la marginación y la discriminación para ellos se haría más grave aún. Esa fue la razón de que se pronunciaran de inmediato por retornar al seno de Rusia, su patria originaria. Crimea lo logró mediante un plebiscito que obtuvo el 95% de respaldo; Donetsk y Lugansk (el Donbass) solo alcanzaron a declararse repúblicas independientes. Nada tuvo que ver Rusia en todo esto.

El golpe de Estado fue un éxito para los intervencionistas de EE. UU. y la OTAN, que vieron una oportunidad inmejorable para continuar su asedio a Rusia; pero para Ucrania fue un desastre nacional: el país se fragmentó, se desintegró y perdió Crimea, lo que llevó al paroxismo el odio antirruso de la ultraderecha en el poder. El bloque occidental aprovechó esto para acelerar la entrega de armas a Ucrania, destacadamente en los últimos meses. Los fascistas ucranianos se creen el cuento de que todo es un gesto desinteresado de las “democracias occidentales” por defender y recuperar su integridad y soberanía nacionales. Rusia y sus aliados, en cambio, saben bien que el objetivo es lanzar a Ucrania en contra de las repúblicas independientes del Donbass (y posiblemente a Crimea) para obligarla a intervenir en defensa de sus ciudadanos y, con ese pretexto, dictar contra ella un duro “castigo” para frenar su avance.

Aquí se antoja preguntar: ¿Por qué ahora? ¿Qué es lo que está catalizando el conflicto ucraniano? Aunque hay diversas hipótesis, la mayoría de los conocedores del tema coinciden en que EE. UU. y la OTAN quieren abortar el proyecto conocido como Nord Stream 2, un gasoducto que va por el fondo del mar Báltico para abastecer a Alemania de gas seguro y barato. El analista Mike Whitney explica así la cuestión: “No quieren que Alemania dependa más del gas ruso porque el comercio genera confianza y la confianza lleva a expandir el comercio. A medida que las relaciones se vuelven más cálidas, se levantan más barreras aduaneras, se flexibilizan las regulaciones, aumentan los viajes y el turismo y se crea una nueva estructura de seguridad. En un mundo en el que Alemania y Rusia son amigos y socios comerciales no hay necesidad de bases militares estadounidenses, no se necesitan caros armamentos y sistemas de misiles fabricados en Estados Unidos ni tampoco se necesita la OTAN” (rebelion.org, 16 de febrero).

Concluye Whitney: “Nord Stream 2 no es, pues, un simple gasoducto, es una ventana hacia el futuro, un futuro en el que Europa y Asia se acercan en una inmensa zona de libre comercio que aumenta su poder y prosperidad mutuos al tiempo que deja fuera a Estados Unidos”. En otras palabras, se cavaría la tumba de la política sintetizada en la famosa frase del Lord Hastings, primer Secretario General de la OTAN: la alianza se creó para “mantener a la Unión Soviética fuera, a los americanos dentro y a los alemanes abajo”. Los halcones de Occidente no están dispuestos a permitirlo. Para apuntalar su opinión, Whitney cita un artículo de Michael Hudson publicado en The Unz Review: “La única manera que les queda a los diplomáticos estadounidenses de bloquear las compras europeas es incitar a Rusia a una respuesta militar y afirmar después que vengar esa respuesta es mucho más importante que cualquier interés económico puramente nacional” (esto iría dirigido a Alemania). Como explicó la perteneciente a la línea dura subsecretaria de Estado para asuntos políticos, Victoria Nuland (…) el 27 de enero: «Si de una manera u otra Rusia invade Ucrania, Nord Stream no avanzará» (The Unz Review)”.

No se trata, pues, de una guerra frontal con Rusia, sino de empujar a Ucrania a atacar a los ciudadanos rusos que viven en su territorio so pretexto de la soberanía nacional y obligar a Rusia a defenderlos, mientras Estados Unidos y la OTAN explotan el conflicto en favor de sus intereses. Así se explica el rechazo arrogante y agresivo a la iniciativa rusa de un tratado de seguridad europea propuesto a EE. UU., que debería contener tres condiciones vitales para Moscú: 1) el compromiso de no incorporar a Ucrania y Georgia en la OTAN; 2) el retiro de las bases militares, misiles y bombas nucleares de Europa hacia el territorio norteamericano; 3) que la OTAN regrese a sus fronteras anteriores a 1997. La respuesta de Washington fue que no está dispuesto a renunciar a principios como su política de “puertas abiertas” y el derecho de cada país a decidir con quién se alía para garantizar su seguridad. En pocas palabras, la respuesta es NO a la iniciativa rusa.

El Presidente Biden dirigió en seguida un mensaje televisado al pueblo norteamericano en el cual, tras asegurar que hace todo para resolver la crisis por la vía diplomática (lo que es falso, como acabamos de ver), amenazó a Rusia con echarle encima la opinión mundial y aplicarle sanciones que harán polvo su perspectiva de futuro. El tono del discurso fue tal, que alguna prensa lo calificó de “verdadera declaración de guerra”. A continuación, convocó por videoconferencia al consejo de guerra (de facto) de la OTAN, el cual declaró que “«Si Rusia efectúa una invasión ulterior contra Ucrania, Estados Unidos, con sus aliados y socios, responderá de una manera decisiva e impondrá un costo inmediato y pesado» (Manlio Dinucci, voltairenet.org, 17 de febrero). Por último, convocó a la Conferencia de Seguridad en Munich, Alemania, en la cual el Secretario General de la OTAN, Jens Stoltenberg, la vicepresidenta Kamala Harris y el presidente de Ucrania formaron un coro a tres voces para acusar a Rusia y amenazarla con medidas fulminantes si se atreve a tocar un pelo a Ucrania. Conclusión: haga lo que haga Rusia, el bloque occidental la acusará, la responsabilizara de todo y le impondrá sanciones “pesadas”, aplastantes. Solo le deja una salida: la rendición incondicional.

Pero el objetivo final, insisto, es someter a Rusia por las buenas o por las armas. ¿Para qué? El análisis ya citado de Whitney dice a este respecto: “Washington necesita crear la sensación de que Rusia supone una amenaza para la seguridad de Europa (…). Para lograrlo se ha encargado a los medios de comunicación la misión de repetir una y otra vez «Rusia planea invadir Ucrania» (…) Toda la histérica propaganda de guerra se crea con la intención de fabricar una crisis que se puede utilizar para aislar, criminalizar y, en última instancia, dividir a Rusia en entidades más pequeñas”. El portal SWSW del 18 de febrero dice: “Explicando lo que sin duda se está discutiendo a puerta cerrada, Oleg Tyahnybok, miembro del parlamento ucraniano y jefe del partido neonazi Svoboda, declaró a principios de este mes que Rusia tenía que ser desmembrada y dividida en 20 estados nacionales para que Crimea fuera devuelta a Ucrania”. He aquí la madre del cordero. Desmembrada Rusia y reducida a la impotencia, el siguiente paso es destruir a China, con lo cual Estados Unidos, finalmente, se afirmaría como amo y señor de los destinos de la humanidad.

En esta política de terrorismo imperialista hay un claro mensaje para los pueblos del mundo: si caen Rusia y China, todos los demás países de la tierra debemos olvidarnos de autonomía, libertad y desarrollo económico para sacar del hambre y la miseria a nuestros pueblos. Deberemos resignarnos a ser, para toda la eternidad, los esclavos y servidores sumisos del imperialismo yanqui, el verdadero y fiel heredero de la ideología racista y supremacista de Hitler. Esta es la dura realidad. Ni yo me propongo defender a Rusia ni Rusia necesita de una defensa tan insignificante como la mía; pero dan grima nuestros politólogos locales hablando de la inminente invasión a Ucrania y del posible retraso de nuestro crecimiento económico por culpa de Rusia. Parece que se les descompuso la brújula o se les atrasó el reloj.

Comienza a levantarse en el mundo un movimiento pro paz y creo que todos deberíamos sumarnos a él. Es la única manera en que podemos contribuir a detener la maquinaria de guerra que amenaza con aplastarnos. Ahora mismo. Mañana será tarde.