/ lunes 22 de junio de 2020

La importancia de las instituciones

A través de los tiempos, los pueblos del mundo han anhelado tener instituciones que combatan la discriminación en cualquiera de sus formas, un mal tan antiguo como el tiempo, y del que a estas alturas ya no tendríamos que estar hablando, pero tenemos que hacerlo porque aún hay personas y grupos que, con una visión distorsionada, discriminan por el color de la piel, el sexo, la edad, la cultura, la ideología, la religión, etcétera.

No me refiero únicamente al caso de México, sino a lo que ha sucedido en materia de discriminación en todo el mundo y desde los tiempos más remotos. Estados Unidos, que se precia de ser una nación de leyes y la mejor democracia del mundo, tiene miles de ciudadanos que discriminan a las personas por su procedencia o el color de su piel. La reciente muerte del afroestadounidense George Floyd, provocada durante su detención por parte del expolicía Derek Chauvin, es empleada por muchos como prueba del racismo recalcitrante que en la Unión Americana prevalece.

Admitámoslo, el racismo no es privativo de un tiempo ni de una nación específica, aunque es verdad que en algunas naciones ha alcanzado niveles sin precedentes. Tal es el caso de la Alemania nazi, donde la discriminación racial significó el exterminio de seis millones de judíos, así como la creación de leyes racistas que excluían a los judíos de prácticamente todas las actividades mercantiles.

No había en ese país instituciones a las cuales acudir cuando se producían atropellos en agravio de los judíos. Magistratura y fiscalía se dedicaban a aplicar de manera vergonzosa la intolerante ideología nazi. Los abogados defensores, en lugar de realizar funciones de defensa jurídica a favor de sus clientes, terminaban fungiendo como agentes del Estado nazi. En definitiva, no había a dónde ir ni a quién acudir.

Este indeseable fenómeno hizo acto de presencia en la Italia fascista de Benito Mussolini, donde racismo y discriminación eran el pan nuestro de cada día. La discriminación del Duce –apelativo propagandístico con el cual Mussolini se dio a conocer en la vida política de Italia– fue en agravio también de algunas minorías religiosas. Hacourt Frédéric, autor del libro El Vaticano por Dentro, nos dice que el dictador prohibió “la distribución y venta de biblias protestantes, lo mismo que las reuniones de evangélicos en recintos cerrados y abiertos”.

El totalitarismo de Mussolini se reduce a la frase: "todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada en contra del Estado". En agosto de 2018, Elías Cohen escribió así del totalitarismo: “convierte a los ciudadanos en súbditos, a los vecinos en enemigos, a la discrepancia en crimen y a la diferencia en condena”. A estas líneas habría que agregar lo que sobre el tema nos dice la escritora Anne Applebaum: “En un Estado totalitario no hay escuelas independientes, negocios privados, organizaciones de base ni pensamiento crítico”.

El escritor Peter de Rosa sintetiza la discriminación contra los judíos en esas dos naciones mediante el siguiente apunte: “De forma sistemática, en toda Italia y en el Reich, los judíos eran víctimas de atropellos y, en muchos casos, ejecutados”. El problema entonces era que las víctimas del nazismo y del fascismo vivían en un estado de completa indefensión, sin instituciones que pudieran salir en defensa de ellas.

Sudáfrica y su abominable política de apartheid es otro ejemplo de racismo que no debe repetirse en ninguna nación del mundo. La voz de Nelson Mandela, encarcelado por casi tres décadas, fue una de las pocas voces que se alzaba buscando poner fin al régimen autoritario y racista que dominaba en esa nación del África austral.

Hoy, gracias a la existencia de organismos que trabajan en la promoción y defensa de los derechos humanos, las cosas son distintas para quienes son discriminados. En el plano internacional contamos con instituciones serias y de reconocida trayectoria, como son Amnistía Internacional, Defensor del Pueblo, Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), Human Rights Watch, entre otras.

En México tenemos a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) y al Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred), presidido hasta hace unos días por Mónica Maccise, quien renunció al cargo luego de las declaraciones del presidente Andrés Manuel López Obrador, sugiriendo la desaparición del organismo.

La necesidad de contar con una institución como el Conapred es del conocimiento de quienes en algún momento de su vida han sido discriminados por diversas causas. Juan Pablo Becerra-Acosta nos proporciona información sobre el quehacer del Conapred: “atiende un promedio de 2.4 quejas por día y establece un promedio de 18 medidas cautelares por mes”.

Por ello algunas voces, entre ellas la del periodista antes mencionado, recomiendan que el Conapred no sea extinguido sino fortalecido.

Twitter: @armayacastro

A través de los tiempos, los pueblos del mundo han anhelado tener instituciones que combatan la discriminación en cualquiera de sus formas, un mal tan antiguo como el tiempo, y del que a estas alturas ya no tendríamos que estar hablando, pero tenemos que hacerlo porque aún hay personas y grupos que, con una visión distorsionada, discriminan por el color de la piel, el sexo, la edad, la cultura, la ideología, la religión, etcétera.

No me refiero únicamente al caso de México, sino a lo que ha sucedido en materia de discriminación en todo el mundo y desde los tiempos más remotos. Estados Unidos, que se precia de ser una nación de leyes y la mejor democracia del mundo, tiene miles de ciudadanos que discriminan a las personas por su procedencia o el color de su piel. La reciente muerte del afroestadounidense George Floyd, provocada durante su detención por parte del expolicía Derek Chauvin, es empleada por muchos como prueba del racismo recalcitrante que en la Unión Americana prevalece.

Admitámoslo, el racismo no es privativo de un tiempo ni de una nación específica, aunque es verdad que en algunas naciones ha alcanzado niveles sin precedentes. Tal es el caso de la Alemania nazi, donde la discriminación racial significó el exterminio de seis millones de judíos, así como la creación de leyes racistas que excluían a los judíos de prácticamente todas las actividades mercantiles.

No había en ese país instituciones a las cuales acudir cuando se producían atropellos en agravio de los judíos. Magistratura y fiscalía se dedicaban a aplicar de manera vergonzosa la intolerante ideología nazi. Los abogados defensores, en lugar de realizar funciones de defensa jurídica a favor de sus clientes, terminaban fungiendo como agentes del Estado nazi. En definitiva, no había a dónde ir ni a quién acudir.

Este indeseable fenómeno hizo acto de presencia en la Italia fascista de Benito Mussolini, donde racismo y discriminación eran el pan nuestro de cada día. La discriminación del Duce –apelativo propagandístico con el cual Mussolini se dio a conocer en la vida política de Italia– fue en agravio también de algunas minorías religiosas. Hacourt Frédéric, autor del libro El Vaticano por Dentro, nos dice que el dictador prohibió “la distribución y venta de biblias protestantes, lo mismo que las reuniones de evangélicos en recintos cerrados y abiertos”.

El totalitarismo de Mussolini se reduce a la frase: "todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada en contra del Estado". En agosto de 2018, Elías Cohen escribió así del totalitarismo: “convierte a los ciudadanos en súbditos, a los vecinos en enemigos, a la discrepancia en crimen y a la diferencia en condena”. A estas líneas habría que agregar lo que sobre el tema nos dice la escritora Anne Applebaum: “En un Estado totalitario no hay escuelas independientes, negocios privados, organizaciones de base ni pensamiento crítico”.

El escritor Peter de Rosa sintetiza la discriminación contra los judíos en esas dos naciones mediante el siguiente apunte: “De forma sistemática, en toda Italia y en el Reich, los judíos eran víctimas de atropellos y, en muchos casos, ejecutados”. El problema entonces era que las víctimas del nazismo y del fascismo vivían en un estado de completa indefensión, sin instituciones que pudieran salir en defensa de ellas.

Sudáfrica y su abominable política de apartheid es otro ejemplo de racismo que no debe repetirse en ninguna nación del mundo. La voz de Nelson Mandela, encarcelado por casi tres décadas, fue una de las pocas voces que se alzaba buscando poner fin al régimen autoritario y racista que dominaba en esa nación del África austral.

Hoy, gracias a la existencia de organismos que trabajan en la promoción y defensa de los derechos humanos, las cosas son distintas para quienes son discriminados. En el plano internacional contamos con instituciones serias y de reconocida trayectoria, como son Amnistía Internacional, Defensor del Pueblo, Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), Human Rights Watch, entre otras.

En México tenemos a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) y al Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred), presidido hasta hace unos días por Mónica Maccise, quien renunció al cargo luego de las declaraciones del presidente Andrés Manuel López Obrador, sugiriendo la desaparición del organismo.

La necesidad de contar con una institución como el Conapred es del conocimiento de quienes en algún momento de su vida han sido discriminados por diversas causas. Juan Pablo Becerra-Acosta nos proporciona información sobre el quehacer del Conapred: “atiende un promedio de 2.4 quejas por día y establece un promedio de 18 medidas cautelares por mes”.

Por ello algunas voces, entre ellas la del periodista antes mencionado, recomiendan que el Conapred no sea extinguido sino fortalecido.

Twitter: @armayacastro