/ jueves 16 de diciembre de 2021

El Ejército y la popularidad del presidente

Hay preocupación en el país por la creciente responsabilidad que el presidente de la República está asignando al Ejército. La mayoría de quienes se han ocupado del tema, ven en ello una evidente militarización de la vida nacional, y los más audaces y consecuentes en el pensar, hablan de una entrega premeditada del poder a los militares, es decir, técnicamente hablando, de un golpe de Estado paulatino y subrepticio.

Desde otra vertiente, muchos ven una contradicción inexplicable en la coexistencia de esta política de militarización y la gran popularidad del presidente según las principales casas encuestadoras. Según ellas, la aprobación del presidente es del 68%. Esta notable popularidad genera dos dudas razonables: 1ª) ¿cómo se explica en términos de opinión pública, cuando el balance del Gobierno de AMLO arroja cero resultados positivos en todos los rubros realmente importantes?; 2ª) si ese apoyo popular es cierto, ¿por qué el presidente se apoya cada vez más en el Ejército para gobernar?

Sobre la primera duda, me parece acertada la opinión de una intelectual ligada al presidente y su 4T. Refiriéndose a los críticos del Gobierno dice: “No ven, no podrían verlo, que son víctimas de lo mismo que enuncian. Están hechizados por el léxico que han ido coleccionando para descartar una por una las medidas de este gobierno —y es ese léxico lo que les impide ver lo real”. Y en seguida explica: “Ese 50% de mexican@s cuya pobreza, real, no teórica, es una escasez diaria de comida, una habitación incómoda, un desamparo ante la enfermedad, empleos precarios o con salarios raquíticos y transportes públicos donde los cuerpos se aprietan. A esa mitad de hogares pobres del país, este gobierno los ha introducido en la narrativa del país y le ha dado una identidad de clase, cierto, pero de forma mucho más importante, los ha sentado a la mesa del presupuesto: les da dinero real, contante y sonante, cada mes alrededor de 6 mil pesos”.

Según el artículo, se entiende que para la gente de altos ingresos (como los analistas críticos de López Obrador) “esos 6 mil pesos son nada”, pero para un hogar pobre puede ser la diferencia entre irse a la cama con hambre o no, entre la mendicidad o una capacidad mínima de compra. De lo cual concluye: “Eso —los pobres y la realidad de su pobreza— es lo que la Derecha no está viendo en su análisis de los hechos de este gobierno. Esa es la mitad de la población que pone a un lado cuando descalifica su gratitud a este gobierno con palabras como «clientelismo» o «populismo». Esa mitad para la que tampoco tiene proyecto”. Así se explica —dice— un 50% del 68% del total de la popularidad presidencial. El restante 18% lo pone “la clase media que entiende que auxiliar a los pobres no es un mero acto de caridad (…) es un modelo económico, el modelo de la izquierda” (Sabina Berman, EL UNIVERSAL, 5 de diciembre).

Berman acierta sobre la popularidad del presidente, pero yerra cuando intenta defender a ultranza la política en que sustenta su prestigio. Se contradice flagrantemente cuando, después de enumerar las carencias más graves de los más pobres como falta de vivienda, desamparo en salud, empleos precarios, bajos salarios y pésimo transporte público, pasa, casi sin transición, a magnificar los seis mil pesos que les da AMLO cada mes, como si con ellos fueran a remediar las necesidades que ella misma señala. Y aunque al final de su artículo asegura que esa ayuda es solo el primer paso de varios más y más decisivos, no prueba que se estén creando las bases para hacerlos realidad. Afirma que las clases medias ilustradas (como ella), saben que ayudar a los pobres no es un “acto de caridad”, pero calla que es exactamente así como manejan la ayuda los encargados de su reparto y los promotores morenistas del voto; calla también la ausencia de reglas de operación precisas, de objetivos y metas bien definidos, de mecanismos de evaluación y de rendición de cuentas, lo que deja abierta la puerta al manejo clientelar y a la corrupción de los directivos.

Es un hecho innegable la resistencia tenaz de las clases altas y de la clase política a reconocer como problema grave la desigualdad y la pobreza de las mayorías y a aceptar su responsabilidad social. Lo han hecho solo como gesto demagógico para hacer campaña política, pero ya en el poder, se han limitado a aplicar paliativos y mejorales (como los seis mil pesos de AMLO), y se rehusan a tomar acciones de fondo para erradicar la miseria. Ese es el gran error de la derecha, del “centro” y de las élites del dinero, y ese es, también, el gran faltante en los pujos de programa alternativo del “bloque opositor”, carencia que, de no corregirse, lo llevará de nuevo a la derrota.

Sea como sea, Berman resuelve el enigma de la popularidad de López Obrador, pero queda en pie la segunda pregunta: ¿por qué un gobierno con tal respaldo popular se apoya cada día más en el Ejército para gobernar? En mi opinión, obedece a tres causas fundamentales. La primera es su tesis básica de que todos nuestros males derivan de la corrupción y no de la estructura del modo de producción vigente, es decir, para quién se produce, quién lo produce, cómo se distribuye lo producido y de qué manera reciben los productores directos, los trabajadores, la parte de riqueza social que les corresponde. De este complejo entramado de relaciones sociales surge inevitablemente la concentración de la riqueza, la desigualdad, la pobreza y todas las lacras consustanciales a ella, incluida la corrupción. Contra lo que AMLO sostiene, la corrupción no es causa sino efecto de la desigualdad y la pobreza.

Este planteamiento del problema no es nuevo ni original del presidente; es algo muy antiguo, que puede rastrearse fácilmente incluso en las primeras culturas de la humanidad. Por ejemplo, no es raro leer que la decadencia y ruina del imperio romano se debió a la corrupción imperante en su seno. Ahora mismo, hay un movimiento universal que busca curar y perpetuar el capitalismo mundial mediante el combate a la corrupción. La longevidad y universalidad de este quid pro quo se explican porque resulta muy eficaz para ocultar y mantener intocada la verdadera causa de la pobreza: el obsceno enriquecimiento de unos cuantos a costa de la explotación de la gran mayoría. Al seguir esta ruta, el reto vital de López Obrador es crear o descubrir un aparato a prueba de la corrupción que genera el ejercicio del poder del Estado, y cree haberlo encontrado en el Ejército.

La segunda causa es que AMLO ve claro que la gran masa amorfa de sus pensionados es incapaz de resistir una ofensiva de los “conservadores” y de la “mafia del poder” en contra de su 4T. Esa masa, movida por la gratitud, está dispuesta a darle su voto sin condiciones, pero no podría, aunque quisiera, librar una batalla frontal, ni siquiera en defensa de su raquítica pensión. Por otro lado, también ve claro que MORENA no es el instrumento adecuado para educar, organizar y movilizar al pueblo, tarea que exige abnegación, entrega, laboriosidad, disciplina y férrea convicción de principios, nada de lo cual caracteriza a su movimiento. En estas condiciones, no tiene discusión la superioridad del Ejército en la lucha contra los enemigos.

La tercera causa es que, al asumir el poder, se dio cuenta de que la vieja burocracia del Estado que ha manejado la cosa pública desde siempre, no cambiará al influjo de su ejemplo de rectitud, honradez y austeridad franciscana, como lo creyó y difundió durante todas sus campañas por la presidencia. Sabe que la corrupción crece y florece a su alrededor a pesar de sus sermones mañaneros, del innegable éxito de sus “shows” anticorrupción, como mostrar el interior de Los Pinos o el del avión presidencial, y sus agotadores viajes por tierra o con boleto de tercera en aviones comerciales. Y que nada la detendrá. Hay una única salida, que es la que formuló Marx en su momento: derruir hasta sus cimientos el viejo Estado y construir en su lugar el nuevo Estado de la honradez y la honestidad valiente. Pero, ¿con qué elementos construirlo? ¿De dónde sacar los miles de hombres y mujeres incorruptibles que hacen falta? De las masas revolucionarias y del partido que las encabeza, dijo Lenin; pero AMLO no cuenta con ninguna de las dos cosas, como vimos, por lo que esa salida queda fuera de su alcance. Por tanto, en lugar del partido de nuevo tipo, ha decidido colocar al Ejército.

Para el presidente, la educación, la organización y la disciplina militar han blindado a las fuerzas armadas contra la ambición de poder y contra la corrupción, y lo han convertido en modelo de honradez, austeridad y eficacia operativa. Gracias a tales virtudes, resulta más que idóneo para garantizar la continuidad de su lucha contra la corrupción, quien quiera que sea su sucesor, siempre que se le otorguen los poderes legales, económicos y políticos necesarios: puede compensar con ventaja la ausencia de masas organizadas y conscientes; puede suplir al partido revolucionario y superar la corrupción e ineficiencia de la vieja burocracia. En una palabra, puede reemplazar con ventajas al Estado tradicional. Para el presidente, la lealtad del Ejército no es problema: su origen eminentemente popular (“es pueblo uniformado”), su ausencia de ambiciones políticas y su sentido del deber con la patria y con el pueblo, lo ponen a cubierto de cualquier traición o desviación y, para colmo de bondades, no necesita construirse: ya está ahí, listo para actuar.

Eso pienso yo, aunque puedo estar equivocado. No creo que López Obrador persiga una tiranía militar sino una maquinaria sólida y eficiente que le garantice la continuidad triunfante de su 4T. Eso no significa que no pueda terminar alimentando una dictadura castrense. No olvidemos que lo mismo pensó Madero cuando llamó a sus seguidores a fundirse con el ejército porfirista porque, derrotado el dictador, no había vencedores ni vencidos y todos eran soldados de la patria; y cuando confió la custodia de su gobierno al chacal Victoriano Huerta; que lo mismo o muy parecido pensó y dijo el presidente Salvador Allende cuando confió en Pinochet. Hasta Mao Zedong, un genio de la revolución y de la estrategia política, confió en el Ejército Popular de Liberación (EPL), encabezado por Lin Piao, para sustituir al Partido Comunista Chino, dominado por la derecha restauradora, difundir el culto a su liderazgo personal que creía necesario y llevar a cabo la “Gran Revolución Cultural”. Los tres grandes mencionados se equivocaron; y si algo semejante ocurriera en México, la tragedia que se abatiría sobre el país sería sencillamente inmensa. Pero la culpa no sería del Ejército, sino de quien lo habría puesto en condiciones de alzarse con el poder.

Hay preocupación en el país por la creciente responsabilidad que el presidente de la República está asignando al Ejército. La mayoría de quienes se han ocupado del tema, ven en ello una evidente militarización de la vida nacional, y los más audaces y consecuentes en el pensar, hablan de una entrega premeditada del poder a los militares, es decir, técnicamente hablando, de un golpe de Estado paulatino y subrepticio.

Desde otra vertiente, muchos ven una contradicción inexplicable en la coexistencia de esta política de militarización y la gran popularidad del presidente según las principales casas encuestadoras. Según ellas, la aprobación del presidente es del 68%. Esta notable popularidad genera dos dudas razonables: 1ª) ¿cómo se explica en términos de opinión pública, cuando el balance del Gobierno de AMLO arroja cero resultados positivos en todos los rubros realmente importantes?; 2ª) si ese apoyo popular es cierto, ¿por qué el presidente se apoya cada vez más en el Ejército para gobernar?

Sobre la primera duda, me parece acertada la opinión de una intelectual ligada al presidente y su 4T. Refiriéndose a los críticos del Gobierno dice: “No ven, no podrían verlo, que son víctimas de lo mismo que enuncian. Están hechizados por el léxico que han ido coleccionando para descartar una por una las medidas de este gobierno —y es ese léxico lo que les impide ver lo real”. Y en seguida explica: “Ese 50% de mexican@s cuya pobreza, real, no teórica, es una escasez diaria de comida, una habitación incómoda, un desamparo ante la enfermedad, empleos precarios o con salarios raquíticos y transportes públicos donde los cuerpos se aprietan. A esa mitad de hogares pobres del país, este gobierno los ha introducido en la narrativa del país y le ha dado una identidad de clase, cierto, pero de forma mucho más importante, los ha sentado a la mesa del presupuesto: les da dinero real, contante y sonante, cada mes alrededor de 6 mil pesos”.

Según el artículo, se entiende que para la gente de altos ingresos (como los analistas críticos de López Obrador) “esos 6 mil pesos son nada”, pero para un hogar pobre puede ser la diferencia entre irse a la cama con hambre o no, entre la mendicidad o una capacidad mínima de compra. De lo cual concluye: “Eso —los pobres y la realidad de su pobreza— es lo que la Derecha no está viendo en su análisis de los hechos de este gobierno. Esa es la mitad de la población que pone a un lado cuando descalifica su gratitud a este gobierno con palabras como «clientelismo» o «populismo». Esa mitad para la que tampoco tiene proyecto”. Así se explica —dice— un 50% del 68% del total de la popularidad presidencial. El restante 18% lo pone “la clase media que entiende que auxiliar a los pobres no es un mero acto de caridad (…) es un modelo económico, el modelo de la izquierda” (Sabina Berman, EL UNIVERSAL, 5 de diciembre).

Berman acierta sobre la popularidad del presidente, pero yerra cuando intenta defender a ultranza la política en que sustenta su prestigio. Se contradice flagrantemente cuando, después de enumerar las carencias más graves de los más pobres como falta de vivienda, desamparo en salud, empleos precarios, bajos salarios y pésimo transporte público, pasa, casi sin transición, a magnificar los seis mil pesos que les da AMLO cada mes, como si con ellos fueran a remediar las necesidades que ella misma señala. Y aunque al final de su artículo asegura que esa ayuda es solo el primer paso de varios más y más decisivos, no prueba que se estén creando las bases para hacerlos realidad. Afirma que las clases medias ilustradas (como ella), saben que ayudar a los pobres no es un “acto de caridad”, pero calla que es exactamente así como manejan la ayuda los encargados de su reparto y los promotores morenistas del voto; calla también la ausencia de reglas de operación precisas, de objetivos y metas bien definidos, de mecanismos de evaluación y de rendición de cuentas, lo que deja abierta la puerta al manejo clientelar y a la corrupción de los directivos.

Es un hecho innegable la resistencia tenaz de las clases altas y de la clase política a reconocer como problema grave la desigualdad y la pobreza de las mayorías y a aceptar su responsabilidad social. Lo han hecho solo como gesto demagógico para hacer campaña política, pero ya en el poder, se han limitado a aplicar paliativos y mejorales (como los seis mil pesos de AMLO), y se rehusan a tomar acciones de fondo para erradicar la miseria. Ese es el gran error de la derecha, del “centro” y de las élites del dinero, y ese es, también, el gran faltante en los pujos de programa alternativo del “bloque opositor”, carencia que, de no corregirse, lo llevará de nuevo a la derrota.

Sea como sea, Berman resuelve el enigma de la popularidad de López Obrador, pero queda en pie la segunda pregunta: ¿por qué un gobierno con tal respaldo popular se apoya cada día más en el Ejército para gobernar? En mi opinión, obedece a tres causas fundamentales. La primera es su tesis básica de que todos nuestros males derivan de la corrupción y no de la estructura del modo de producción vigente, es decir, para quién se produce, quién lo produce, cómo se distribuye lo producido y de qué manera reciben los productores directos, los trabajadores, la parte de riqueza social que les corresponde. De este complejo entramado de relaciones sociales surge inevitablemente la concentración de la riqueza, la desigualdad, la pobreza y todas las lacras consustanciales a ella, incluida la corrupción. Contra lo que AMLO sostiene, la corrupción no es causa sino efecto de la desigualdad y la pobreza.

Este planteamiento del problema no es nuevo ni original del presidente; es algo muy antiguo, que puede rastrearse fácilmente incluso en las primeras culturas de la humanidad. Por ejemplo, no es raro leer que la decadencia y ruina del imperio romano se debió a la corrupción imperante en su seno. Ahora mismo, hay un movimiento universal que busca curar y perpetuar el capitalismo mundial mediante el combate a la corrupción. La longevidad y universalidad de este quid pro quo se explican porque resulta muy eficaz para ocultar y mantener intocada la verdadera causa de la pobreza: el obsceno enriquecimiento de unos cuantos a costa de la explotación de la gran mayoría. Al seguir esta ruta, el reto vital de López Obrador es crear o descubrir un aparato a prueba de la corrupción que genera el ejercicio del poder del Estado, y cree haberlo encontrado en el Ejército.

La segunda causa es que AMLO ve claro que la gran masa amorfa de sus pensionados es incapaz de resistir una ofensiva de los “conservadores” y de la “mafia del poder” en contra de su 4T. Esa masa, movida por la gratitud, está dispuesta a darle su voto sin condiciones, pero no podría, aunque quisiera, librar una batalla frontal, ni siquiera en defensa de su raquítica pensión. Por otro lado, también ve claro que MORENA no es el instrumento adecuado para educar, organizar y movilizar al pueblo, tarea que exige abnegación, entrega, laboriosidad, disciplina y férrea convicción de principios, nada de lo cual caracteriza a su movimiento. En estas condiciones, no tiene discusión la superioridad del Ejército en la lucha contra los enemigos.

La tercera causa es que, al asumir el poder, se dio cuenta de que la vieja burocracia del Estado que ha manejado la cosa pública desde siempre, no cambiará al influjo de su ejemplo de rectitud, honradez y austeridad franciscana, como lo creyó y difundió durante todas sus campañas por la presidencia. Sabe que la corrupción crece y florece a su alrededor a pesar de sus sermones mañaneros, del innegable éxito de sus “shows” anticorrupción, como mostrar el interior de Los Pinos o el del avión presidencial, y sus agotadores viajes por tierra o con boleto de tercera en aviones comerciales. Y que nada la detendrá. Hay una única salida, que es la que formuló Marx en su momento: derruir hasta sus cimientos el viejo Estado y construir en su lugar el nuevo Estado de la honradez y la honestidad valiente. Pero, ¿con qué elementos construirlo? ¿De dónde sacar los miles de hombres y mujeres incorruptibles que hacen falta? De las masas revolucionarias y del partido que las encabeza, dijo Lenin; pero AMLO no cuenta con ninguna de las dos cosas, como vimos, por lo que esa salida queda fuera de su alcance. Por tanto, en lugar del partido de nuevo tipo, ha decidido colocar al Ejército.

Para el presidente, la educación, la organización y la disciplina militar han blindado a las fuerzas armadas contra la ambición de poder y contra la corrupción, y lo han convertido en modelo de honradez, austeridad y eficacia operativa. Gracias a tales virtudes, resulta más que idóneo para garantizar la continuidad de su lucha contra la corrupción, quien quiera que sea su sucesor, siempre que se le otorguen los poderes legales, económicos y políticos necesarios: puede compensar con ventaja la ausencia de masas organizadas y conscientes; puede suplir al partido revolucionario y superar la corrupción e ineficiencia de la vieja burocracia. En una palabra, puede reemplazar con ventajas al Estado tradicional. Para el presidente, la lealtad del Ejército no es problema: su origen eminentemente popular (“es pueblo uniformado”), su ausencia de ambiciones políticas y su sentido del deber con la patria y con el pueblo, lo ponen a cubierto de cualquier traición o desviación y, para colmo de bondades, no necesita construirse: ya está ahí, listo para actuar.

Eso pienso yo, aunque puedo estar equivocado. No creo que López Obrador persiga una tiranía militar sino una maquinaria sólida y eficiente que le garantice la continuidad triunfante de su 4T. Eso no significa que no pueda terminar alimentando una dictadura castrense. No olvidemos que lo mismo pensó Madero cuando llamó a sus seguidores a fundirse con el ejército porfirista porque, derrotado el dictador, no había vencedores ni vencidos y todos eran soldados de la patria; y cuando confió la custodia de su gobierno al chacal Victoriano Huerta; que lo mismo o muy parecido pensó y dijo el presidente Salvador Allende cuando confió en Pinochet. Hasta Mao Zedong, un genio de la revolución y de la estrategia política, confió en el Ejército Popular de Liberación (EPL), encabezado por Lin Piao, para sustituir al Partido Comunista Chino, dominado por la derecha restauradora, difundir el culto a su liderazgo personal que creía necesario y llevar a cabo la “Gran Revolución Cultural”. Los tres grandes mencionados se equivocaron; y si algo semejante ocurriera en México, la tragedia que se abatiría sobre el país sería sencillamente inmensa. Pero la culpa no sería del Ejército, sino de quien lo habría puesto en condiciones de alzarse con el poder.