/ lunes 2 de septiembre de 2019

Diferente formato, mismo fin

El gran incendio de Roma, ocurrido en la noche del 18 al 19 de julio del año 64, arrasó cuatro de los catorce distritos de la ciudad imperial, y ocasionó el daño parcial de siete más. Entre los monumentos consumidos por las llamas se cuentan el templo de Júpiter y el hogar de las vírgenes vestales.

Este suceso tuvo lugar durante el reinado del emperador Nerón, a quien algunos autores le atribuyen la autoría del incendio. Historiadores como Suetonio y Dión Casio aseguran que fue Nerón quien le prendió fuego a la ciudad imperial. Cornelio Tácito, más cauto al escribir, se pregunta al respecto: “¿Se debió este desastre al azar o a la maldad del príncipe? No se sabe”.

Lo que sí se sabe es que, una vez extinguido el fuego, Nerón, que en ese tiempo tenía treinta y siete años de edad, acusó a los cristianos del incendio que se propagó a los barrios vecinos. Si el incendiario fue él, como sostienen algunos autores, el emperador halló una forma hábil de desviar el furor y la indignación popular hacía un grupo que contaba con mínimas simpatías en la sociedad romana. El incendio, que duró seis días y siete noches, fue un buen pretexto para perseguir a los cristianos, a quienes la astucia de Nerón convirtió en chivos expiatorios.

De la narración de Tácito se deduce fácilmente que los cristianos eran ya conocidos y odiados por la población romana. El historiador que he venido citando consideraba a éstos como una “superstición detestable” y “enemigos del género humano”. Nerón supo capitalizar a su favor y en contra de los cristianos la animadversión de los romanos hacia la comunidad cristiana establecida en Roma.

Howard F. Vos afirma que la severa pena impuesta a los cristianos “fue el ser quemados en la pira en las noches para alumbrar los jardines públicos. A algunos se les arrojaba a las fieras salvajes o a los perros rabiosos”. Muchas mujeres y niños fueron vestidos con pieles de animales y dejados a merced de las bestias salvajes en el circo.

La intolerancia religiosa de aquellos tiempos culpaba a los cristianos de todos los infortunios y desventuras. Al respecto, Tertuliano escribía: “No hay calamidad pública ni males que sufra el pueblo de que no tengan la culpa los cristianos. Si el Tíber crece y se sale de la madre, si el Nilo no crece y no riega los campos, si el cielo no da lluvia, si tiembla la tierra, si hay hambre, si hay peste, un mismo grito en seguida resuena; ¡los cristianos a las fieras!”.

Sobre estos actos persecutorios, Howard F. Vos comenta: “La persecución de Nerón es importante porque estableció el principio y el modo de perseguir a los cristianos, aunque no condujo a la persecución fuera de Roma”. Tras estos actos de intolerancia religiosa que tuvieron lugar en el reinado de uno de los hombres más crueles en la historia de la humanidad, vinieron nuevas y crueles persecuciones: la de Domiciano, la de Trajano, la de Marco Aurelio, la de Septimio Severo, la de Maximino, la de Decio, la de Valeriano y, la más grande de todas ellas, la de Diocleciano.

Tras el reinado de este último, se suscitó en Roma una fuerte lucha por el poder, resultando victorioso Constantino, bajo cuyo reinado la Iglesia católica consiguió por medio del Edicto de Milán (313) no sólo una libertad total, sino también protección y privilegios que la llevaron a olvidarse de la doctrina de amor que practicaron los primitivos cristianos, los cuales se caracterizaron por ser como fue Cristo Jesús, su gran maestro, un hombre manso y humilde de corazón, libre de sentimientos de odio, de venganza y de prácticas violentas.

Imitando el ejemplo de los emperadores romanos, no el de Cristo, la Iglesia católica recurrió en varias ocasiones a actos de violencia que empequeñecieron las acciones de crueldad de Nerón y de los demás perseguidores de la Iglesia primitiva. John Foxe, autor del famoso Libro de los Mártires, lo corrobora cuando nos habla de las despiadadas persecuciones que cometió la Roma Papal o Iglesia Jerárquica. Aquí sus palabras: “llegamos ahora a un periodo en el que la persecución, bajo el ropaje del cristianismo, cometió más enormidades que las que jamás infamaron los anales del paganismo”.

A pesar de las leyes actuales y de los Pactos Internacionales de Derechos Humanos, actualmente no estamos en condiciones de celebrar todavía el fin de persecuciones tan violentas como las que se perpetraron en la Edad Media contra las minorías religiosas no católicas.

Y lo digo porque, con diferente formato, estas persecuciones continúan dándose hasta el día de hoy. Ya no están en circulación los instrumentos de tortura de la inquisición, pero persisten las persecuciones mediáticas que tienen el mismo propósito que tenían las persecuciones del pasado: ayudar a que las mayorías religiosas conserven su estabilidad y privilegios.

El gran incendio de Roma, ocurrido en la noche del 18 al 19 de julio del año 64, arrasó cuatro de los catorce distritos de la ciudad imperial, y ocasionó el daño parcial de siete más. Entre los monumentos consumidos por las llamas se cuentan el templo de Júpiter y el hogar de las vírgenes vestales.

Este suceso tuvo lugar durante el reinado del emperador Nerón, a quien algunos autores le atribuyen la autoría del incendio. Historiadores como Suetonio y Dión Casio aseguran que fue Nerón quien le prendió fuego a la ciudad imperial. Cornelio Tácito, más cauto al escribir, se pregunta al respecto: “¿Se debió este desastre al azar o a la maldad del príncipe? No se sabe”.

Lo que sí se sabe es que, una vez extinguido el fuego, Nerón, que en ese tiempo tenía treinta y siete años de edad, acusó a los cristianos del incendio que se propagó a los barrios vecinos. Si el incendiario fue él, como sostienen algunos autores, el emperador halló una forma hábil de desviar el furor y la indignación popular hacía un grupo que contaba con mínimas simpatías en la sociedad romana. El incendio, que duró seis días y siete noches, fue un buen pretexto para perseguir a los cristianos, a quienes la astucia de Nerón convirtió en chivos expiatorios.

De la narración de Tácito se deduce fácilmente que los cristianos eran ya conocidos y odiados por la población romana. El historiador que he venido citando consideraba a éstos como una “superstición detestable” y “enemigos del género humano”. Nerón supo capitalizar a su favor y en contra de los cristianos la animadversión de los romanos hacia la comunidad cristiana establecida en Roma.

Howard F. Vos afirma que la severa pena impuesta a los cristianos “fue el ser quemados en la pira en las noches para alumbrar los jardines públicos. A algunos se les arrojaba a las fieras salvajes o a los perros rabiosos”. Muchas mujeres y niños fueron vestidos con pieles de animales y dejados a merced de las bestias salvajes en el circo.

La intolerancia religiosa de aquellos tiempos culpaba a los cristianos de todos los infortunios y desventuras. Al respecto, Tertuliano escribía: “No hay calamidad pública ni males que sufra el pueblo de que no tengan la culpa los cristianos. Si el Tíber crece y se sale de la madre, si el Nilo no crece y no riega los campos, si el cielo no da lluvia, si tiembla la tierra, si hay hambre, si hay peste, un mismo grito en seguida resuena; ¡los cristianos a las fieras!”.

Sobre estos actos persecutorios, Howard F. Vos comenta: “La persecución de Nerón es importante porque estableció el principio y el modo de perseguir a los cristianos, aunque no condujo a la persecución fuera de Roma”. Tras estos actos de intolerancia religiosa que tuvieron lugar en el reinado de uno de los hombres más crueles en la historia de la humanidad, vinieron nuevas y crueles persecuciones: la de Domiciano, la de Trajano, la de Marco Aurelio, la de Septimio Severo, la de Maximino, la de Decio, la de Valeriano y, la más grande de todas ellas, la de Diocleciano.

Tras el reinado de este último, se suscitó en Roma una fuerte lucha por el poder, resultando victorioso Constantino, bajo cuyo reinado la Iglesia católica consiguió por medio del Edicto de Milán (313) no sólo una libertad total, sino también protección y privilegios que la llevaron a olvidarse de la doctrina de amor que practicaron los primitivos cristianos, los cuales se caracterizaron por ser como fue Cristo Jesús, su gran maestro, un hombre manso y humilde de corazón, libre de sentimientos de odio, de venganza y de prácticas violentas.

Imitando el ejemplo de los emperadores romanos, no el de Cristo, la Iglesia católica recurrió en varias ocasiones a actos de violencia que empequeñecieron las acciones de crueldad de Nerón y de los demás perseguidores de la Iglesia primitiva. John Foxe, autor del famoso Libro de los Mártires, lo corrobora cuando nos habla de las despiadadas persecuciones que cometió la Roma Papal o Iglesia Jerárquica. Aquí sus palabras: “llegamos ahora a un periodo en el que la persecución, bajo el ropaje del cristianismo, cometió más enormidades que las que jamás infamaron los anales del paganismo”.

A pesar de las leyes actuales y de los Pactos Internacionales de Derechos Humanos, actualmente no estamos en condiciones de celebrar todavía el fin de persecuciones tan violentas como las que se perpetraron en la Edad Media contra las minorías religiosas no católicas.

Y lo digo porque, con diferente formato, estas persecuciones continúan dándose hasta el día de hoy. Ya no están en circulación los instrumentos de tortura de la inquisición, pero persisten las persecuciones mediáticas que tienen el mismo propósito que tenían las persecuciones del pasado: ayudar a que las mayorías religiosas conserven su estabilidad y privilegios.